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¿Conoces mi último libro?

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Edificis Catalans amb Història (2023)

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Hoy, cuento: El peaje.

He de reconocer que lo que más me ha gustado siempre de las Operaciones Salida, han sido las interminables colas que se producen en la autopista cuando toda la gente, en un acto de sinergia sin parangón en la historia, se pone de acuerdo para echarse a la carretera todos a la vez. Es, sencillamente, algo paranormal.

Es en esos momentos donde puedes recrearte con los rostros alegres y felices de la gente que, como uno mismo, se dispone a alargar "ad nauseam" ese corto trayecto a ritmo de paso de Semana Santa para así compartir con todo el mundo aquel momento de profunda libertad y armonía. Hoy, como es habitual cada viernes a las 19.30 horas, no podíamos faltar a la jubilosa cita.

Después de más de dos horas repartiendo felicidad a diestro y siniestro dentro de nuestro espacioso utilitario de tres puertas, llegamos a la batería de cabinas del peaje, donde con desbordante sonrisa nos esperaban impacientes los abnegados trabajadores de la empresa concesionaria, siempre prestos a recoger nuestros insignificantes óbolos. Pero algo fallaba. Hoy no era como todos los días. ¿Qué estaba pasando?

Al llegar a la ventanilla del peaje, la otrora simpatía deslumbrante de la operaria se trocó en una cara gris, larga, que te miraba con asco mientras se limaba las uñas apáticamente. Bajé el vidrio y la miré inquisitorialmente, a lo que ella me respondió con una mirada igualmente miope. Pasados unos minutos en que de tanto cruzarnos las miradas ya habíamos quedado estrábicos, la operaria rompió el hielo:

-Usted dirá -me dijo con un tono de languidez histérica.

-Desearía hacer efectivo el importe del peaje, si es posible-respondí yo con una rotundidad y firmeza a la cual no estoy acostumbrado.

La mujer se quitó el monóculo y con su mirada estrábica me asestó un golpe moral que incluso me dio la vuelta al salacot -por cierto, muy bonito y elegante- que vestía en aquel momento.

-¿Cuánto quiere usted pagar?

La pregunta me descolocó. Normalmente siempre pagábamos una holgada voluntad, habida cuenta los inmensos beneficios que nos reportaba a la sociedad la existencia de aquella autopista. Ni corto, pero un poco perezoso, deposité encima de la repisa de la cabina del peaje los dos panes de a kilo y el chorizo de Cantimpalo que tenía ya preparados de antemano para ahorrar tiempo en el momento del pago.

-¿Esto?¡¿Pretende pagar con esto?!- me gritó amorosamente la operaria.

En ese momento la trabajadora comenzó a apedrearme con una letanía de razones por las cuales debía aumentar mi oferta. Tuve suerte de mi bonito salacot que hizo las veces de casco y me evitó una saturación perniciosa de mis estoicas neuronas auditivas.

Una vez acabada la sinfonía de argumentos interpretada magistralmente por la encargada del cobro del peaje -y acabados a su vez los aplausos con que toda la familia habíamos premiado la actuación de la cajera- , me decidí a contraatacar utilizando las dotes persuasivas que me habían hecho famoso en mi época de instituto cuando, sin mucha dificultad, conseguí convencer a todo el profesorado de que aquellos ceros absolutos obtenidos con tanto esfuerzo por mi parte eran simplemente la mitad de los dieces que me merecía, aprobando todas y cada una de las asignaturas.

-¡Lo máximo que aumento mi oferta es con esto!-le dije, procediendo acto seguido a colocar un queso de bola de color naranja de legítimo origen holandés entre los panes y el chorizo que ocupaban la repisa de la cabina.

La mujer arrugó el morro como quien intenta darse un beso en la oreja. Entendí que mi sagaz estratagema no había surtido el efecto deseado.

-Me falta un vino de Ribera del Duero y un kilo de tomates. ¡Usted verá! - dijo la operaria calzándose su monóculo en el otro ojo.

¡Horror! Los tomates estaba dispuesto a darlos, pero no el vino. Máxime porque en aquellos momentos nos quedaba solamente un preciado Penedés y un vino de mesa de origen incierto, al habernos bebido el Ribera del Duero durante el camino entre mi mujer, mis dos críos y yo. Más entre ellos tres que yo, he de reconocer. No soy muy aficionado a dicho vino castellano.

Tras una larga y penosa negociación en la que llegaron a entrar mis dos hijos -que no fueron aceptados por la operaria con la burda excusa de que comían mucho-, conseguimos consensuar el pago del peaje con el par de panes, el chorizo de Cantimpalo, medio queso de bola, un bote de aceitunas rellenas de hueso, la botella de vino descastado, medio kilo de tomates, unos calcetines de deporte poco usados y la dentadura postiza de mi difunto suegro.

Me supo mal por tener que partir el queso, ya que después se seca y pierde propiedades organolépticas, pero creo sinceramente que fue un intercambio justo. Al fin y al cabo, un buen fin de semana, bien vale un pequeño sacrificio ¿no?.

Ruego me disculpen. El coche de delante se ha movido un poco, y he de poner la atención en la carretera.
¿Cuánto quiere usted pagar?

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